La Heliofobia de M (Fragmento)

11:18 a.m.




Para los que amamos el terror, Halloween es una fecha que va más allá de un simple disfraz. En mi caso particular, a lo largo del año no puedo evitar leer historias que me hagan escapar del mundo
real a lugares sobrenaturales o situaciones de suspenso. Para aquellos que me conocen, saben que en mi estante de libros guardo historias de Stephen King, Anne Rice y John Katzenbach.

Hoy me ha parecido una buena idea regalarles un fragmento de la última historia que he publicado. Espero que en ella encuentren aquella sensación inquietante que nos visita cada tanto en nuestras vidas.

Feliz Halloween a todos.


La Heliofobia de M
Daniel Collazos Bermúdez
© Daniel Collazos Bermúdez, 2016
Ilustración de portada, diseño editorial e ilustraciones interiores por Antonella Morelli




I

El humo de los cigarrillos se evaporó al verla entrar en el bar. Él estaba parado junto a la barra. Ya había pagado la cuenta. Estaba a punto deirse para no estorbarle a la noche, pero verla lo hizo caer sobre la banca.

Su cabello oscuro se fusionaba con las tinieblas del bar, su rostro era pálido como velo de novia, aunque no reflejaba pureza. Rímel y sombras negras como el hollín, rodeaban sus incendiarios ojos verdes. Estaba seguro que aquellos entrecerrados labios de vampiresa guardaban miles de historias.

Vestía un bivirí negro que abría el apetito de los hombres. La prenda ceñía su cuerpo y apenas resguardaba el lecho en donde las criaturas del bar querían pasar la noche. Miradas masculinas escoltaban sus caderas envueltas en un jean desteñido y roto. Ella marcaba distancia con cada paso de sus botas negras de tacón. Sus movimientos eran lentos como el humo de los cigarros.

Mujeres enfurecidas discutían con sus parejas en cada mesa. Ellos daban excusas sin apartar la vista de la vitrina imaginaria. Ella sonreía sin mirar a sus súbditos.

Al ver que se aproximaba a la desolada barra, giró sobre su silla y clavó la mirada al estante de licores que estaba tras el barman. Ella se sentó en una silla cercana. Sus nervios impidieron que mantuviera atada la vista a las botellas de whisky, aguardiente y ron barato. Encendió un cigarrillo implorando que el humo lo ocultase. La angustia de estar tan próximo a ella y que existiese la posibilidad de un contacto visual no permitía que su cigarro descansara en el cenicero.
Él prefería las barras solitarias de los bares. El aislamiento no era una costumbre adquirida en esta etapa de su vida, era una comodidad que arrastraba desde mucho antes. Durante su vida siempre había elegido el monitor de su computadora a las conversaciones con los compañeros del
trabajo; ocultar la cabeza como avestruz en los libros, mientras otros niños jugaban en el parque; ser la cola de la serpiente en la hilera de carpetas del salón de clases de su época estudiantil.

Miró de reojo a la chica. Ella se levantó de su asiento, apoyó las rodillas sobre la base de la banqueta y se extendió sobre la barra para abrazar efusivamente al corpulento barman. Al estirarse, la camiseta que llevaba recorrió su cuerpo dejando su delgado abdomen desnudo. Sus pantalones delinearon su silueta, demostrando que en aquel bar, era la dueña de todos. El barman rió estrechándola por la cintura y luego de un beso en la mejilla, la soltó cuidadosamente. Ella regresó gateando en retroceso a su lugar. El premio por el afectuoso abrazo fue un chopp de cerveza. Ella bebió el néctar de la noche sin cautela. La cerveza se le escurría por la comisura de los labios deslizándose por su cuello hasta
perderse entre sus senos.

Jamás vi a ninguna chica así, pensó en voz baja, como para que ni Cristo lo oyera.

Su cauteloso carácter fue asfixiado por el deseo de poseer aquellos labios empapados de alcohol. Al cerrar los ojos, pudo ver sus manos calcando aquella perfecta silueta. La angustia que sentía por tocarla era una pecaminosa gota de vino empapando la delgada servilleta de la razón.

Enterró su cigarro en el cenicero y con él todos aquellos pensamientos. Debía ser realista. Era un viejo cincuentón que nunca supo cómo enamoró a su ex esposa. Ella, una veinteañera que seguramente tenía un amplio currículum en la cama y una vasta cantidad de cartas de recomendación. La edad y las cosas que vivían eran un abismo que los distanciaba, a pesar de tenerla tan cerca como para oler su perfume. Qué maravilloso aroma, pensó, mientras le acariciaba el cuello y los hombros
desnudos con la mirada. Cada detalle de ese cuerpo, cada pensamiento de lujuria lo llenaba de vida.

Quiso ser el protagonista de las películas porno que veía recostado en su cama. Aquel que, mediante el placer, transformaba a demonios en ángeles de silicona cuando invocaban a Dios. El que las hacía gemir, retorcerse y pedir más. Quiso dejar de ser un espectador y acostarse con esa chica sobre la barra. Querer no siempre es poder, sobre todo si uno no es poderoso ni consigo mismo.

Ni los cigarros que se llevaba sin cesar a la boca podían calmar su respiración agitada. Intentó relajarse, actuar serenamente. No quería que lo picaran los mosquitos de las miradas.



II

—¿Una cerveza más? —el barman apuntó el reflector de la noche sobre él. En el teatro de la circunstancias, por instantes, ella fue su único espectador, luego su mirada lo abandonó y continuó bebiendo.
A pesar de que el próximo vaso podría alejarlo de la coherencia, aceptó la propuesta del barman. Ella lo había mirado por un instante.
Debía comportarse como un hombre rudo y tomarse otra cerveza o al menos darse el gusto de seguir mirándola.
No volvió a mirarlo. Para la chica de ojos inmaduros, él no era parte de la creación de Dios, ni siquiera un demonio menor venido del infierno. Él no era nada.

—Hoy, aunque sea me odiarás, pero sabrás que existo —se dijo, arrancándose la mirada triste del rostro. Se acercó, se sentó a su lado, le rozó el hombro, se inclinó hacia ella para olerle el cabello y tratar de penetrar en sus pensamientos.

Ella golpeó el chopp vacío sobre la barra. Como un vikingo, secó sus labios con su mano. Una mancha de labial rojo tiñó su palma. Pidió su tercera cerveza. El barman echó una carcajada. Ella también rio.

Esto lo enfureció. Un simple barman tenía más contacto con ella que él. Ella también debe reír así conmigo y notar que soy parte del mundo. Cogió su mano y le dijo que esta cerveza iría por su cuenta. Sabía que lo odiaría por eso, pero aun así se sorprendió cuando ella retiró su mano y lo miró con repugnancia. Sus ojos huyeron al piso. Ella rompió en carcajadas. Su autoestima se regó en el piso, junto a las colillas pisoteadas.

Esto es ridículo. Yo soy ridículo al pensar que una chica así me tomaría en serio, además soy un viejo. Quiso que la tierra se lo tragara, pero probablemente ni la tierra misma hubiera querido, quizás lo hubiera escupido, por ser tan repugnante como la diosa nocturna había dicho, sin siquiera mover los labios.

Pagó su cuenta, incluyendo el vaso de cerveza que había invitado a cambio de nada. Se acomodó el saco del traje, recogió sus cigarros, su encendedor de la barra y su autoestima del piso; para echarse a andar camino a la puerta. Cuando se dispuso a salir de aquel valle de tinieblas e internarse en el bosque de concreto, volteó la mirada hacia la barra para despedirse de aquel episodio del cual hubiera querido salir victorioso. La chica estaba atrás de él.


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